almeria

Hacerse mayor y conservar la memoria es bonito. Te permite dedicar algo de tiempo a recordar esas pequeñas anécdotas que resumen una vida. Como os conté, podría decirse que he llegado a una edad en la puedo decir “he llegado a una edad”, y es que, 101 años de historia dan para mucho.

Recuerdo que durante mis primeros años el mundo, a su manera, era un caos. Tal vez por eso Kafka aprovechara esos años para escribir La metamorfosis (1916). Aunque pensándolo mejor puede que incluso ahora, a su manera también, el mundo siga siendo un pequeño caos. Al principio me costó asentarme, incluso un león me quitó el papel protagonista cuando se crearon los estudios de la Metro-Goldwyn-Mayer en 1924.

En cualquier caso, a lo que venía yo era a hablar un poquito de mí y de algunas personas que tanto han hecho por mí.

Para esta historia nos trasladamos a Andalucía, concretamente a Almería. En todos los lugares me han querido mucho, de hecho se han dicho de mí cosas estupendas, como por ejemplo lo que me aconsejaba alegremente mi abuela cuando actuaba en calidad de médico, potestad intrínseca, por otra parte, a todas las abuelas del planeta: “Te tomas una papelina de gaseosilla El Tigre, te pegas cuatro rebuznos… y como nuevo”. Pero mi idilio con el sur viene de lejos, y tiene un sabor especial: “Lo que no se arregla con gaseosilla El Tigre, es mortal de necesidad”. ¿Cómo no les voy a querer?

Para presentar al personaje que quiero que conozcáis, tengo que remontarme a la época en que el tráfico de las ciudades parecía una carrera de los Autos Locos y los nombres ocupaban una línea en el folio. Precisamente este es el caso de nuestro protagonista, Pedro Antonio Eleuterio Membrive y Martínez, del que dicen tenía el nombre más largo del padrón de su pueblo y al que, como no podía ser de otra forma, en un arranque por mantener viva una tradición familiar, acabaron apodando Teodoro.

En los años de la posguerra su familia se instaló en Almería con una barraca de embutidos y comestibles. Desde allá por los años 50, Pedro Antonio empezó su carrera como representante, y yo fui una de las firmas que pasaron por sus manos para promocionarse en la ciudad. Le vimos durante más de treinta años llevando la representación por todas las tiendas de los diferentes barrios. Allí le conocían como el hombre de la gaseosilla El Tigre, y desde aquí quería hacerme eco del pequeño homenaje que le brindó hace unas semanas el arqueólogo de baúles y latas viejas llenas de fotos y cartas, don Eduardo del Pino Vicente, en el periódico local La Voz de Almería.

litines

Hay objetos, sonidos, sabores… que se meten en nuestra memoria para remover los recuerdos y los vínculos que crean. Conocemos la sensación a través del famoso concepto de la magdalena proustiana, que aparece en la obra En busca del tiempo perdido del autor francés Marcel Proust.

Para más de una generación, beber “agua de litines” podría ser la versión líquida de la magdalena de Proust, un viaje íntimo hacia un paraíso perdido…

El consumo de esta bebida en polvo es casi desconocido para las nuevas generaciones, pero los sobrecillos aún siguen vigentes. Como sabéis, vienen presentados en un sobre doble. Uno contiene el ácido cítrico y otro el bicarbonato sódico, pero de litio nada.

¡Eh!, ¿y entonces?

La referencia, del francés lithiné, se debe a la presencia de litio en ciertas aguas minerales cuyas propiedades medicinales estuvieron en boga a finales del siglo XIX y principios del XX. Algunos de los compuestos del litio, por el ejemplo el uratio, se utilizaban en 1840 para el padecimiento de la gota y reumatismo. Se trataba de un elemento al que se le atribuían, además de a las cualidades digestivas, beneficiosas propiedades en la curación de distintas psicopatologías como la manía o la depresión bipolar, considerándose un estabilizador del estado de ánimo.

En aquella época era posible tomarse pastillas de litines, beber agua mineral con litines, etc. El litio, más blando que el talco y menos denso que el agua, tuvo gran predicamento tras su descubrimiento en 1817. De hecho, en una pequeña comuna suiza del cantón de Vaud (Henniez), los químicos de una de las marcas más prestigiosas de agua mienral detectaron la presencia de este metal en las aguas que corrían allí, y pasaron a vender su producto estrella; Eau d’Henniez lithinée. Hace diez años, el grupo Nestlé adquiría la compañía suiza.

En España, la aceptación popular y la inmutable credibilidad humana, hicieron que nuestras farmacias fueran invadidas por suplementos minerales de alto contenido en carbonato de litio, para elaborar agua litinada de la mano de los Lithinés del Dr. Gustin, que tuvieron fuerte presencia en territorio nacional durante la primera mitad del siglo XX y nos dejaron el neologismo litines para referirnos a las papeletas para hacer soda, aunque sin rastro de litio.

la confianza

Que a los españoles nos gustan los bares es algo vox populi. Ahí están los datos: Un bar aproximadamente por cada 130 personas o el 30% que dejaría las llaves de su casa como muestra de confianza al camarero de su bar favorito.

Pero antaño, ese auge y esa confianza correspondía a las tiendas de comestibles, o ultramarinos, y a los tenderos, que se sabían el nombre de todos los chiquillos del barrio. El tiempo, el progreso y las cadenas de supermercados, ya se sabe, fueron cambiando esos pequeños locales con todo su caos amontonado y apretado como en latas de sardina por el orden de grandes pasillos fluorescentes que cuidan hasta el mínimo detalle.

Pero de la misma manera que aún hay productos de toda la vida, también quedan todavía algunos de esos locales centenarios que son el emblema de un barrio, o de una ciudad, como es el caso de La Confianza en Huesca, situado en la plaza del Mercado Nuevo (actual plaza Luis López Allué). Los monumentos en una ciudad no siempre tienen porqué ser una Iglesia o una estatua. A veces en un establecimiento podemos encontrar un auténtico monumento.Un símbolo. Todo un museo del comercio.

Esta tienda de ultramarinos, dicen la más antigua de España, fue fruto del amor entre un francés y una señora oscense. Así, en 1871, el matrimonio formado por Hilario Vallier y Manuela Escartín fundaba este emblemático espacio y lo destinaba a la mercería y las finas sedas. Fue un tiempo después, durante la posguerra, cuando la familia Sanvicente, actuales propietarios, adquirieron La Confianza y, desde entonces, su vocación ha permanecido intacta. Trato directo y productos de calidad.

Ya sea por su exquisito bacalao en salazón, por las castañas de mazapán o por la llamativa decoración del pintor León Abadía, esta tienda permanece abierta tanto a los clientes del día a día como a los turistas que no pierden la oportunidad de visitarla cuando pasan por la ciudad. Se trata de un lugar que conserva el pasado, sí. Pero que mira de frente al futuro, también.